El hecho de vernos
acorralados en un medio ambiente complejo caracterizado por el desorden, cada vez
más demandante, exige de las organizaciones un despliegue cuantioso de recursos
y acciones, que si no son realizados inteligentemente pueden llevar a complicar
aún más el escenario presente. Atrapados en este mundo, aparentemente a merced
del devenir hemos recurrido constantemente a la alegoría de caos para definir
el desorden que nos rodea.
Esto ha dado pie al
uso indistinto del término caos para señalar confusión y desorden, sin importar
de qué tipo de desorden estamos hablando, como recién lo comentamos en los
capítulos anteriores. Por consiguiente, y apoyándonos en las definiciones
anteriores, el concepto de caos (como comúnmente lo conocemos) también lo
define el observador y él es quien fija los criterios para identificar el
momento en la que una situación puede ser llamada caótica.
El desarrollo de la
Teoría de Caos, emerge en los momentos en los que por el alto nivel de
complejidad que guarda los sistemas en los que estamos inmersos, es imposible
tratar de establecer relaciones causales entre eventos. Al igual que las teoría
de sistemas suaves y de sistemas vivientes, los principios de la Teoría de Caos
describen el comportamiento dinámico de sistemas y no tanto de relaciones causales,
lo cual se torna imposible de medir, apoyándonos en esta aseveración en el principio
de Heisenberg el cual menciona que es imposible establecer la velocidad y la
trayectoria que sigue una partícula simultáneamente.
La dinámica de los
sistemas impide observar a cada variable, el total de las interacciones y su
dinámica simultáneamente, por ello debemos basar el estudio de organizaciones
en sistemas y campos y entender su conducta a través de modelos. Esa es la
ventaja de la Teoría de Caos, que a través de patrones y principios sencillos
se puede explicar la dinámica compleja y turbulenta de los sistemas.
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